jueves, 3 de marzo de 2016

Una rata en el salón de clases



La vi pasar frente a la puerta. Era una silueta extraña y rápida. No alcanzaba a distinguir de qué se trataba. Esto sucedía en la antigua escuela de Química de la UNAM a la que asistí a dar  un curso. Los asistentes eran en su mayoría científicos, estudiantes y personal de oficinas de prensa. La sede de la  facultad es un edificio en medio de Azcapotzalco que en el pasado fue un hospital. Es un oasis de silencio y tranquilidad en medio de una zona urbana desastrosa y sucia.

El caso es que cuando vi pasar la silueta por segunda vez, imaginé que se trataría de un gatito. De hecho, pensé para mis adentros, ha de estar padre conocer la comunidad gatuna de este edificio. La charla llegó a su fin y cuando me encontraba platicando con algunos de los asistentes en el salón y antes de despedirnos, el animalito finalmente perdió la timidez y se animó a entrar a clase. Era una tremenda rata que irrumpió dando saltos largos y silenciosos sobre la alfombra. De momento, nadie gritó, nadie se espantó mucho, pero la imagen era muy fuerte porque el animalajo era verdaderamente grande y no parecía inmutarse de nuestra presencia. Nos volteamos a ver entre nosotros y alguien, todavía ingenuo (ay cosita, dirían las tías), preguntó: ¿Es una rata de laboratorio? ¡Qué va! De cloaca gris y rabiosa. Cuando me fui, había una congregación afuera del salón. Los científicos análizaban qué hacer con el rodedor atrincherado en el rincón del salón. Confío en que la ciencia encontró una solución.